Comentario
Ya desde el comienzo del nuevo reinado se hizo evidente que deberían emplearse a fondo todos los rasgos personales positivos del monarca. Había intensificado sus contactos directos o indirectos en todas las direcciones durante los últimos años consiguiendo ser aceptado por la clase política dirigente del régimen franquista. Logró conectar mucho mejor con los de su generación -jóvenes dirigentes del franquismo, de tendencia reformista, y también opositores- a quienes procuró llegar a conocer de manera más personalizada. Asimismo tuvo contactos con la oposición a través de personas interpuestas de su entorno, que llegaron hasta el partido comunista. Tenía algún tipo de programa preparado para el momento en que asumiera la responsabilidad de la Jefatura del Estado. Al parecer, había logrado de Carrero Blanco la promesa de su dimisión para cuando se produjera la muerte del general Franco. Pero, sin embargo, también era consciente de que el primer Gobierno de la monarquía había de ser de transición. Es probable que Juan Carlos I hubiera trazado una especie de retrato ideal del futuro presidente de Gobierno. El Rey quería disponer de una persona que fuera capaz de llevar a cabo la reforma institucional necesaria en el interior de los propios organismos del régimen pasado.
Todo ello explica muy bien el nombramiento de Torcuato Fernández Miranda como presidente de las Cortes y del Consejo del Reino. Estaba dotado de amplios conocimientos jurídico-políticos y experiencia en el régimen, era hábil y gozaba de la confianza del monarca. Además, había conseguido estancar, al comienzo de los años setenta, el tema del asociacionismo dentro del régimen haciendo uso de su implacable habilidad para marear las palabras. Gracias a él, en las Cortes se logró la aprobación de un procedimiento de urgencia que habría de ser muy útil para la reforma; su liderazgo en el Consejo del Reino, en el que estableció reuniones quincenales, le permitió ir creando una creciente influencia para la hora de seleccionar un candidato para la Presidencia del Gobierno. De todas maneras, existe el peligro de exagerar el papel que jugó en la transición. Parece que él mismo llegó a afirmar que el libreto de la transición era suyo aunque el director fuera el Rey y el actor, Suárez, pero sin duda en esa obra teatral lo decisivo eran estos dos últimos papeles.
No hubiera podido realizarse la elección de Torcuato Fernández Miranda sin el apoyo del presidente del Gobierno, Arias Navarro, el cual, desde el momento inicial, ocasionó al Monarca los primeros y más graves quebraderos de cabeza. Cuando don Juan Carlos utilizó al general Manuel Díez Alegría para enviar un mensaje a su padre, en el que le solicitaba una reacción moderada en el momento de la muerte del general Franco, Arias dimitió de su cargo llegando a crear con ello una situación muy grave que no se solucionó hasta que revocó su decisión.
Sin embargo, más adelante dio por supuesto que se mantendría en el poder y continuó presidiendo el Consejo de Ministros en un momento en que indudablemente hacía tiempo que ya había desaparecido su oportunidad histórica. Para conocer un poco su personalidad existe una anécdota muy descriptiva acerca de quién era Arias Navarro. Durante toda su Presidencia tuvo en su despacho un gigantesco retrato del general Franco, que era su más firme punto de referencia y al que citaba abundantemente en sus discursos, desde luego más que al Rey. Quizás quería reformar el régimen, pero permaneció atormentado por las dudas entre sus fidelidades y su ignorancia acerca de cómo habría de hacer ese cambio. Resultaba ya impensable a estas alturas una resurrección del espíritu del 12 de febrero que, sin embargo, era la máxima referencia posible del nuevo presidente.
Garrigues, ministro de Justicia en el primer Gobierno de la Monarquía, ha escrito en sus memorias, que todos los cambios que Arias deseaba partían de la premisa de salvar la sustancia del régimen anterior. Por eso, como una parte de la propia clase política del régimen ya iba por otro lado, su reacción fue de perplejidad; a menudo permanecía desconcertado y se mostraba receloso perdiéndose en naderías. Si en la fase final del franquismo era enemigo del "búnquer", ahora había pasado a ser su aliado aunque de manera confusa y dubitativa. Ni remotamente concebía la más mínima posibilidad de entrevistarse con la oposición, aún la más moderada, porque pensaba que Franco tampoco lo hubiera hecho y consideraba a la sociedad española como el objeto pasivo de sus medidas, como si ésta estuviera dispuesta a aceptar lo que él decidiera por ella.
Su experiencia se limitaba a los servicios de seguridad y a una camarilla de valores mínimos. A menudo sus juicios se parecían a los de un integrista convertido en anticlerical por el alejamiento de la Iglesia de las estructuras del régimen. A su ministro de Asuntos Exteriores, Areilza, tales planteamientos le parecían tener ribetes de "comicidad irresistible": "Parece reñido con la vida y con la realidad -escribe-. Habla sobre clichés imaginarios. Desconoce el mundo exterior. Tiene unos informadores que rayan en lo grotesco".
Aparte de sus propias limitaciones personales, la indigencia de Carlos Arias Navarro se hizo especialmente patente porque el gabinete que formó le había sido impuesto y no pocos de sus ministros estaban muy por encima de él. Tan sólo le quedó un puñado de colaboradores, los más anodinos, mientras que, por decisión del monarca y no sin dificultades, entraron a formar parte del gabinete un grupo de figuras, muy pronto incontrolables para el presidente del Gobierno. Perdió uno a uno a sus antiguos ministros, incluso aquellos con los que tenía unos lazos más estrechos, como Antonio Carro y José García Hernández. A Fraga le ofreció el Ministerio de Educación, pero él mismo impuso su deseo de la cartera de Gobernación con el rango de vicepresidencia. Eso parecía darle la responsabilidad política principal y un rango superior a la hora de la elaboración de la reforma institucional.
Como contrapartida le tocó enfrentarse a los gravísimos problemas de orden público que se produjeron en esos momentos. Según sus propias palabras al final quería "quitarse el tricornio", pero ya era demasiado tarde. Pero por otro lado el modo cómo Fraga abordó el cambio político era equivocado, pues se basaba en adoptar una serie de reformas e imponerlas desde arriba. Algunas veces se daba cuenta de que era necesario negociar con la oposición, pero en general la trató con intemperancia y sin flexibilidad. Pretendía ser Cánovas del Castillo sin tener en cuenta que las circunstancias eran muy distintas a las de hacía un siglo y careció de la sabiduría y de la grandeza de su referente histórico. Junto a él figuraron otros dos reformistas, Areilza y Garrigues, en Asuntos Exteriores y Justicia respectivamente, cuyas posibilidades se demostraron escasas, ya que carecían de apoyo dentro del sistema y no tenían un peso decisivo en el gabinete. Enseguida Areilza se supo "vendedor foráneo de una mercancía adulterada del interior", pero el solo contenido de sus declaraciones contribuyó en buena medida a facilitar el cambio. En el futuro habría de corresponderles un papel más importante a quienes en este momento llegaron al Gobierno procedentes del régimen franquista pero hasta entonces desconocidos, como Alfonso Osorio y Adolfo Suárez. El primero procedía de los medios del colaboracionismo católico; el segundo fue un nombramiento de última hora, propiciado por Torcuato Fernández Miranda, y, en apariencia, de entre los ministros que procedían del Movimiento parecía no tener nada que hacer ante el experto José Solís Ruiz, también en el gabinete. El principal responsable en las materias económicas, Juan Miguel Villar Mir, hizo un correcto análisis de la crisis económica, pero se equivocó de forma rotunda al pensar que podía ser abordada mediante la adopción de medidas drásticas de ajuste en un momento como éste. Una parte de la prensa denominó al Gobierno con los apellidos de quienes parecían ser sus figuras más importantes (Arias-Fraga-Areilza-Garrigues). Poco a poco, con el paso del tiempo se descubrió que ni tan siquiera era un gabinete propiamente dicho: "Aquí no hay orden ni concierto, ni propósito, ni coherencia, ni unidad", escribiría un desesperado Areilza en sus memorias.